martes, 22 de septiembre de 2020

El pan de las sonrisas


¡Menos mal que alguien nos sonríe cada día! Y normalmente no una persona sino varias: familiares, amigos, compañeros, vecinos, y también desconocidos, que saludamos en el ascensor, en la tienda, en el autobús. Estas sonrisas, por muy normales que sean, hay que agradecerlas con toda el alma, y por supuesto devolverlas, pues en ellas recibimos más de lo que sospechamos. Son un auténtico regalo, un don. Y muy sutil, por cierto, casi inmaterial, inaprensible, pues está hecho de… casi nada. Se da lo máximo con lo mínimo. 

 

¿En qué consiste realmente una sonrisa? ¿Quién se atreve a formular una definición? La que encontramos en el diccionario no nos convence: «Hacer con los músculos de la cara un gesto como el que se hace para reír, pero sin emitir ningún sonido» (María Moliner). Para empezar, no está claro que se limite a la cara: es el cuerpo entero el que sonríe, con sus ademanes y su vibración; y no es cosa de músculos, pues parece residir más bien en la mirada; ni tampoco, en fin, es una forma atenuada de risa, pues se mueve en un plano psicológico y espiritual mucho más profundo.

 

Pero no pretendemos aquí un estudio filosófico, sino tan sólo constatar un hecho: la sonrisa nutre el espíritu. Sí, las sonrisas que nos intercambiamos habitualmente son pan cotidiano. No golosina sentimental, emocioncilla momentánea que aligera la jornada, sino alimento de primera necesidad, verdadero sustento para el alma, sin cuyas recias calorías posiblemente sucumbiríamos al pesimismo y la desesperanza. Vivimos de lo que sonreímos. No porque nuestra vida esté hecha de sentimientos, sino porque es vocacional, tiene un logos, un sentido, el cual se manifiesta de este modo súbito y fugaz. En efecto, cada vez que alguien nos mira con simpatía intuimos que la vida, a pesar de los pesares, vale la pena.

 

Nuestra dieta espiritual no puede pasar sin esta ración diaria de jovialidad. Porque es, como decimos, pan, vitualla del caminante, provisión del peregrino. La sonrisa sostiene en el sendero vital en la misma medida en que sugiere su término, evoca la meta a que nos dirigimos, el fin último, que dicen los filósofos. En toda sonrisa late, de modo sutil y misterioso, una profecía de la eternidad. Cuando cada mañana nos llueve, como maná celestial, el saludo de los seres queridos, la esperanza halla momentáneamente su non plus ultra, atisba su objeto, aplaca su sed. Y entonces el corazón —el corazón sano y alerta, por supuesto, no el mortecino y amojamado— exclama: ¡Eureka! ¡Esto era! ¡Aquí está! ¡Por fin llegué! Cierto que luego la vida prosigue como siempre, azarosa, dramática, insegura, toda por hacer. Pero no importa, pues ahora la afrontamos con optimismo, conscientes de haber recibido un guiño del Más Allá.

 

Si acometemos el duro trabajo, si perseveramos en medio del tedio y la fatiga, si luchamos contra el ego tiránico y devorador, posiblemente se deba a que la irradiación de alguna sonrisa nos envuelve y nos infunde aliento. ¿Qué sonrisa? ¿Cuándo la recibimos? ¿De quién? No sabríamos decirlo con exactitud, pero su efecto perdura en nosotros como motor potente y silencioso. Quién sabe, quizá hasta las primerísimas sonrisas de nuestra madre, las que nos dirigió cuando éramos un bebé, esas que la memoria es incapaz de recuperar, sigan operativas en nuestro interior, aupándonos con fuerza y marcándonos el camino. Los Reyes Magos también recorrieron largo trecho y sortearon duros obstáculos por haber vislumbrado, acaso por unos instantes, la estrella de Belén.